sábado, 16 de junio de 2012

El señorito






Dedicado a Conchi.



Tiempo ha que nuestro profesor no refiere sus andanzas por el mundo de la enseñanza. Variados hechos han acontecido desde la última vez que dejó constancia en este espacio, por lo que algunos de ellos serán narrados en próximos capítulos. Sin embargo, hoy expondrá un caso conocido: los jefes de estudios negligentes.

Marckopole se halla en un centro del sur, ubicado en un barrio separado del resto de la ciudad por autovías y el campo. En esta zona viven los denominados “pijo-cutres”. Éste es un término acuñado por Silvana, profesora de lenguas vivas, tras haber estudiado el comportamiento de estos individuos en su entorno natural durante los últimos meses.

Una posible definición de “pijo-cutres” sería la siguiente: “Individuo (alumno en este caso) caprichoso y chabacano que presume de su residencia (conjunto de chalets pareados o adosados) y de la posición socio-económica de sus padres (como máximo, titulados medios). Dichos individuos desprecian a la cultura y al resto de los mortales.

Este género de alumnos encontraría la horma de su zapato si en el instituto se aplicasen las normas del decreto de Convivencia del año 2007, pero… no es así.

Nuestro profesor ve cómo los alumnos entran en el aula cuando quieren, casi no piden permiso para pasar, comen en la clase, ensucian el suelo, utilizan aparatos electrónicos descaradamente y, para más inri, como gallinas histéricas, cacarean exigencias caprichosas hacia el profesorado: “¡Este examen es muy chungo! ¡Cámbiame el examen que este finde me voy a Villatontas de Abajo! ¡El examen lo has puesto para pillar! ¿A qué se lo digo a mi padre? “ En fin, de pena.


Tal vez, estas acciones parezcan menores al lado de las faltas de respeto y la indisciplina general. Un grupo de 2º de ESO representa los despropósitos del sistema de enseñanza combinados con la mala educación y una disciplina laxa. Sólo así se explicaría que los profesores que tienen clase estén remisos a la hora de entrar en ese aula que funciona como una cápsula del tiempo: los segundos parecen minutos y, estos, horas. ¿Qué podemos encontrar ahí? Muchos alumnos y unos cuantos maleducados que fastidian al resto montando follón en cada clase. ¿Hay algún remedio? Se podría intentar.

Marckopole propondría la llamada a capítulo de los padres de los alborotadores para que recondujesen la actitud de sus hijos. Si no se obtuviese ningún cambio, el equipo directivo debería sancionar a los alumnos con expulsiones del centro durante unos días. Por ejemplo: cada tres amonestaciones, dos días expulsado. A la próxima acumulación de tres amonestaciones, cuatro días en casa. De este modo, el resto de la clase sabría a qué atenerse y se garantizaría el derecho a recibir una enseñanza en condiciones para esa mayoría silenciosa de las aulas.

¿Qué es lo que ve nuestro profesor en este instituto de “buena fama”? Nada de nada. A lo sumo, unos cuantos alumnos “castigados” sin recreo en un cuchitril o a 10 minutos de permanencia en el centro tras el fin de la jornada. Verdaderamente unos castigos (sanciones, mejor dicho) que horrorizarían a cualquier galeote.

Aquí la responsabilidad del jefe de estudios (en adelante, “el señorito”) es manifiesta. Los profesores pueden entregarle montones de amonestaciones, pero las sanciones brillan por su ausencia. El señorito es un enjuto personaje, con barba de hambre y ojos hundidos que pasea su triste figura evitando las zonas problemáticas y saliendo cada dos por tres del recinto académico (¡qué palabra!) para satisfacer su necesidad nicotínica.
A Marckopole le asombra que no haya expulsado a ningún alumno, ni siquiera un día. En otros centros se aplicarían las normas, pero en este parece que se tiene miedo a los engreídos padres que varios profes (equipo directivo incluido) tienen como vecinos, ¡qué pena!

El equipo directivo tiene un sueldo superior y una considerable reducción en el horario lectivo para encargase, en este caso, el señorito, de la disciplina, aplicando la cobertura legal disponible y el sentido común. La pertenencia a los cargos directivos implica encarar los problemas (si no es así, que dimitan). En su mano está impedir la pérdida de posibles buenos alumnos, hastiados por los alborotos en las clases y el abandono de profesores “quemados” ante los desencantos diarios y la falta de apoyo de quien debería ser su principal valedor, el jefe de estudios. Alguien que debería imponer disciplina con un puño de hierro enfundado en un guante de seda. Los recepcionistas de hotel y los paseantes desocupados ya tienen su sitio fuera de los institutos.