martes, 3 de julio de 2012

El balance del señorito



Tras la semblanza de “El señorito”, Marckopole debe destacar un hecho excepcional en él. El jefe de estudios “se atrevió” a expulsar del centro a un alumno de la tutoría de nuestro profesor. El detonante fue un regüeldo que soltó en plena clase de Marcko y éste le expulsó del aula. Después, el señorito le advirtió que “ya no entraría más en clase”. Probablemente, aquella demostración de disciplina (y de sentido común) estaría causada por las características del alumno: Pep, el Egipciano, había llegado al centro en el último trimestre, dejando atrás sus problemas familiares y sociales. En el instituto se codeó con sus semejantes, es decir, se “socializó” (empleando el vocablo pedagógico de la Logse-Loe) e incordió a su antojo, siendo testimonial su aprovechamiento académico.



Posiblemente, la decisión de la expulsión fue facilitada por la ausencia de los padres del alumno (nadie protestaría por esa decisión). El equipo directivo muestra un temor considerable ante las insolentes protestas paternales. En una ocasión, el propio jefe de estudios fue insultado por el furioso padre de una alumna egipciana que le llamó “racista”, además de golpear el mobiliario docente. ¿Se disculpó el airado padre? ¿El señorito puso alguna denuncia, demanda o querella contra aquel individuo? Hasta donde Marckopole sabe, ni lo uno ni lo otro.

Por lo tanto, ante la llegada de padres hostiles (con sus “hijos de papá”), sería recomendable que los profesores de guardia hicieran de ídem y dieran la voz de alarma: ¡Qué vienen los papis! ¡Todos a cubierto! ¡Coged piedras!


Finalmente, debería destacarse parte del balance del jefe de estudios en el claustro de fin de curso.

El señorito expone que la mayoría de los desperfectos son ocasionados en los intercambios de clase. Así pues, la culpa o la responsabilidad será de los profesores (suya no, desde luego. A ver si no va a poder echarse un cigarro o pasear un papel de acá para allá). Además, los problemas de disciplina se achacan a la adolescencia o al “aumento de la ratio” (en lenguaje Logse), en veneciano, el aumento de alumnos por aula.

Asimismo, el jefe de estudios rechaza las propuestas de expulsiones progresivas del centro (ya referidas por Marcko en el capítulo “El señorito”). Seguramente tema las protestas de los padres: “¿A mi hijo lo van a expulsar? ¡De eso nada. Si mi hijo es buenísimo! ¡Ahora mismo voy a hablar con el inspector!”

El señorito considera la privación del recreo como la sanción más efectiva, pero, claro, algún profesor debe custodiar a los castigados en la sala de estudio (él no, por supuesto).

Del mismo modo, aduce que más profesores serán necesarios para hacer las guardias, sobre todo las de recreo. (Solucionado: la consejería de educación prevé que los mismos profesores harán más horas de guardia). Nuestro profesor ya se ve uniformado y saludando.
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En fin, el claustro se caracteriza por la escasez de intervenciones. Casi todos quieren acabar cuanto antes y marcharse (aún así, se prolongará durante más de hora y media). Sin embargo, Marckopole echa de menos alguna mención al asunto de la indisciplina. Diariamente, él observaba como algunos colegas echaban pestes del comportamiento de los alumnos (especialmente en el primer ciclo) pero también en otros niveles. Un profesor estaba indignado con las faltas de respeto de una alumna y otro le decía que lo mejor “era ponerse el impermeable y que le resbalase lo que le dijera”. ¡Cómo puede tolerarse esto! ¿Dónde queda la dignidad del profesor, de la persona?

Realmente estaba crispado y deseoso de terminar el curso. No obstante, si los problemas no se encaran, quizá el tiempo no los va a resolver. Les estarán esperando en septiembre y… vuelta a empezar. Verdaderamente hubiera sido deseable alguna crítica (propuesta de mejora, en el lenguaje de la Logse-Loe) pero nada de nada.

Marckopole, tras su paso por varios centros, algunos en las regiones bárbaras del Gran Kan, considera que es uno de los institutos más flojos en cuanto a disciplina. Si no se establecen límites a los alumnos, esperar a que se los impongan ellos mismos, es como pedir peras al olmo.

Silvana le comenta a nuestro profesor que al señorito le supera el cargo, pues no se impone al alumnado. Sí, pero no es óbice para que cobre su complemento por simular ser jefe de estudios y siga poniendo su cara de despiste, mientras exige a los demás lo que es incapaz de exigirse a sí mismo.

El señorito podría jubilarse y, tal vez, su sucesor, le daría un nuevo rumbo a la jefatura. Mientras tanto, seguirá con su vida social: departir en la entrada del centro con profes fumadores, acudir al bar de la calle para que Svetlana, la camarera, le llame “Señor señorito”, soltar chascarrillos sobre el grupo opositor (el sector de Nicanor) revelando éste o aquel mote trasnochado, etc.

En descargo del señorito, coincido con Silvana en que no es retorcido y se muestra, en general, accesible. Sin embargo, es un incompetente y, quién sabe si el director lo eligió por eso. Alguien que no diera problemas ni a los padres, ni a los alumnos. Evidentemente, el señorito se siente como un señor en sus desmandados dominios.


sábado, 16 de junio de 2012

El señorito






Dedicado a Conchi.



Tiempo ha que nuestro profesor no refiere sus andanzas por el mundo de la enseñanza. Variados hechos han acontecido desde la última vez que dejó constancia en este espacio, por lo que algunos de ellos serán narrados en próximos capítulos. Sin embargo, hoy expondrá un caso conocido: los jefes de estudios negligentes.

Marckopole se halla en un centro del sur, ubicado en un barrio separado del resto de la ciudad por autovías y el campo. En esta zona viven los denominados “pijo-cutres”. Éste es un término acuñado por Silvana, profesora de lenguas vivas, tras haber estudiado el comportamiento de estos individuos en su entorno natural durante los últimos meses.

Una posible definición de “pijo-cutres” sería la siguiente: “Individuo (alumno en este caso) caprichoso y chabacano que presume de su residencia (conjunto de chalets pareados o adosados) y de la posición socio-económica de sus padres (como máximo, titulados medios). Dichos individuos desprecian a la cultura y al resto de los mortales.

Este género de alumnos encontraría la horma de su zapato si en el instituto se aplicasen las normas del decreto de Convivencia del año 2007, pero… no es así.

Nuestro profesor ve cómo los alumnos entran en el aula cuando quieren, casi no piden permiso para pasar, comen en la clase, ensucian el suelo, utilizan aparatos electrónicos descaradamente y, para más inri, como gallinas histéricas, cacarean exigencias caprichosas hacia el profesorado: “¡Este examen es muy chungo! ¡Cámbiame el examen que este finde me voy a Villatontas de Abajo! ¡El examen lo has puesto para pillar! ¿A qué se lo digo a mi padre? “ En fin, de pena.


Tal vez, estas acciones parezcan menores al lado de las faltas de respeto y la indisciplina general. Un grupo de 2º de ESO representa los despropósitos del sistema de enseñanza combinados con la mala educación y una disciplina laxa. Sólo así se explicaría que los profesores que tienen clase estén remisos a la hora de entrar en ese aula que funciona como una cápsula del tiempo: los segundos parecen minutos y, estos, horas. ¿Qué podemos encontrar ahí? Muchos alumnos y unos cuantos maleducados que fastidian al resto montando follón en cada clase. ¿Hay algún remedio? Se podría intentar.

Marckopole propondría la llamada a capítulo de los padres de los alborotadores para que recondujesen la actitud de sus hijos. Si no se obtuviese ningún cambio, el equipo directivo debería sancionar a los alumnos con expulsiones del centro durante unos días. Por ejemplo: cada tres amonestaciones, dos días expulsado. A la próxima acumulación de tres amonestaciones, cuatro días en casa. De este modo, el resto de la clase sabría a qué atenerse y se garantizaría el derecho a recibir una enseñanza en condiciones para esa mayoría silenciosa de las aulas.

¿Qué es lo que ve nuestro profesor en este instituto de “buena fama”? Nada de nada. A lo sumo, unos cuantos alumnos “castigados” sin recreo en un cuchitril o a 10 minutos de permanencia en el centro tras el fin de la jornada. Verdaderamente unos castigos (sanciones, mejor dicho) que horrorizarían a cualquier galeote.

Aquí la responsabilidad del jefe de estudios (en adelante, “el señorito”) es manifiesta. Los profesores pueden entregarle montones de amonestaciones, pero las sanciones brillan por su ausencia. El señorito es un enjuto personaje, con barba de hambre y ojos hundidos que pasea su triste figura evitando las zonas problemáticas y saliendo cada dos por tres del recinto académico (¡qué palabra!) para satisfacer su necesidad nicotínica.
A Marckopole le asombra que no haya expulsado a ningún alumno, ni siquiera un día. En otros centros se aplicarían las normas, pero en este parece que se tiene miedo a los engreídos padres que varios profes (equipo directivo incluido) tienen como vecinos, ¡qué pena!

El equipo directivo tiene un sueldo superior y una considerable reducción en el horario lectivo para encargase, en este caso, el señorito, de la disciplina, aplicando la cobertura legal disponible y el sentido común. La pertenencia a los cargos directivos implica encarar los problemas (si no es así, que dimitan). En su mano está impedir la pérdida de posibles buenos alumnos, hastiados por los alborotos en las clases y el abandono de profesores “quemados” ante los desencantos diarios y la falta de apoyo de quien debería ser su principal valedor, el jefe de estudios. Alguien que debería imponer disciplina con un puño de hierro enfundado en un guante de seda. Los recepcionistas de hotel y los paseantes desocupados ya tienen su sitio fuera de los institutos.